"Entonces dijo: —Les digo la verdad, a menos que se aparten de sus pecados y se vuelvan como niños, nunca entrarán en el reino del cielo. Así que el que se vuelva tan humilde como este pequeño es el más importante en el reino del cielo."
(Mateo 18:3-4)
"Cuando yo era niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero cuando crecí, dejé atrás las cosas de niño. Ahora vemos todo de manera imperfecta, como reflejos desconcertantes, pero luego veremos todo con perfecta claridad. Todo lo que ahora conozco es parcial e incompleto, pero luego conoceré todo por completo, tal como Dios ya me conoce a mí completamente."
(1 Corintios 13:11-12)
Nuestra relación con Dios se parece a la de un niño con su padre de muchas maneras. Es natural: Él es nuestro Padre Celestial y nosotros somos sus criaturas, su creación. Esto no se queda en palabras: Dios nos cuida, nos guía, nos protege y nos provee, de la misma manera en la que un padre lo hace con sus hijos. Nosotros le rogamos, procuramos obedecerle y le pedimos lo que necesitamos, de la misma manera en la que un hijo lo hace con su padre.
Una de las características más marcadas de los niños pequeños es su limitada percepción del tiempo. Si le dices a un niño de 2-3 años que pare de jugar por un momento para ir a comer y que luego de comer podrá volver a jugar, no te entenderá: pensará que el juego se acabó para siempre. Si le pides que le preste un juguete a otro niño, es muy posible que rompa en llanto pensando que se lo quitaste para siempre, incluso si le explicas que luego se lo devolverás. Si botas los zapatos que le fascinaban porque ya no le sirven más, puedes explicarle que le comprarás otros todas las veces que quieras, pero igual se sentirá triste y se negará a creer que los próximos le gustarán más.
Parece extraño, pero a menudo en nuestra relación con Dios razonamos de manera similar. Si somos fieles a Su Palabra, es normal que al orar le pidamos que nos cambie conforme a Su Voluntad, que es “buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Pero cuando el proceso del cambio nos lleva a momentos de incertidumbre y dificultades, tememos: pensamos que lo hemos perdido para siempre, que nada mejor vendrá. Nos aferramos a tiempos, lugares, costumbres o incluso objetos físicos que sabemos que nada tienen que ver con la eternidad, pensando que en ellos está nuestra seguridad, ignorando que llegará un día en que todo eso se esfumará para siempre.
Dios es infinito. Gloriosamente infinito. Eterno. Incomprensiblemente eterno. Gran parte de la esencia de uno de los 9 frutos espirituales que el apóstol Pablo nos alentó a cosechar en ” Gálatas 5:22-23, el de la “mansedumbre“, está en reconocer que ante tal infinitud y eternidad, nuestra limitada y pasajera humanidad nos pone en una situación de niños pequeños: hay cosas que no podemos comprender, formas en las que Él obra que escapan a nuestro entendimiento, caminos por los que Dios nos lleva que no logramos ver.
"Pues el que se alimenta de leche sigue siendo bebé y no sabe cómo hacer lo correcto. El alimento sólido es para los que son maduros, los que a fuerza de práctica están capacitados para distinguir entre lo bueno y lo malo"
(Hebreos 5:13-14)
Nada ganamos con portarnos como niños quejándonos de X o Y situación terrenal, ni siquiera deberíamos suspirar por ello. Nuestra mirada debe estar puesta en el cielo, en la promesa de una morada celestial reservada para nosotros cuando nuestro Señor Jesucristo venga por nosotros. “No dejen que el corazón se les llene de angustia; confíen en Dios y confíen también en mí. En el hogar de mi Padre, hay lugar más que suficiente. Si no fuera así, ¿acaso les habría dicho que voy a prepararles un lugar? Cuando todo esté listo, volveré para llevarlos, para que siempre estén conmigo donde yo estoy.” (Juan 14:1-3)
Por eso es clave permanecer en sus palabras. Es la única manera de estar confiados en esa promesa, seguro de que todas las cosas que nos ocurren son por Su Voluntad y no por nuestra concupiscencia. Encontramos consuelo en Romanos 8:28: “Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos.”, pero a veces ignoramos que cuando Pablo dice “aman”, no se refiere al amor como el mundo lo conoce, sino al que demanda Jesús: “Si me aman, obedezcan mis mandamientos.” (Juan 14:15)
Así que entreguémonos sin reserva alguna a Él. Pongamos en práctica Sus enseñanzas, imitemos Su testimonio de vida, honremos Su sacrificio en la cruz con la que pagó nuestra salvación. Vivamos conforme a Su voluntad y dejémosle las consecuencias a Él. Algunas cosas podremos entender, otras no, pero maduremos como cristianos y no nos quedemos preguntándonos cuáles sí y cuáles no, pues no nos corresponde ni sacaremos provecho de ello. Lo único bueno que podemos hacer es permanecer fieles a Él. Solo eso nos dará la confianza y tranquilidad que nos permita seguir adelante sin importar las circunstancias externas, levantarnos de cualquier situación por devastadora que sea, mantenernos firmes pese a nuestros propios errores, de los que sin duda Dios tendrá el control si estamos sometidos a Su palabra. Y entonces será cierto que no andamos por vista sino por fe, que como bien dice la Biblia, es la única manera correcta de andar por este mundo en el que somos peregrinos, esperando Su gloriosa venida.
"Mientras vivimos en este cuerpo terrenal, gemimos y suspiramos, pero no es que queramos morir y deshacernos de este cuerpo que nos viste. Más bien, queremos ponernos nuestro cuerpo nuevo para que este cuerpo que muere sea consumido por la vida. Dios mismo nos ha preparado para esto, y como garantía nos ha dado su Espíritu Santo. Así que siempre vivimos en plena confianza, aunque sabemos que mientras vivamos en este cuerpo no estamos en el hogar celestial con el Señor. Pues vivimos por lo que creemos y no por lo que vemos. Sí, estamos plenamente confiados, y preferiríamos estar fuera de este cuerpo terrenal porque entonces estaríamos en el hogar celestial con el Señor. Así que, ya sea que estemos aquí en este cuerpo o ausentes de este cuerpo, nuestro objetivo es agradarlo a él. Pues todos tendremos que estar delante de Cristo para ser juzgados. Cada uno de nosotros recibirá lo que merezca por lo bueno o lo malo que haya hecho mientras estaba en este cuerpo terrenal."
(2 Corintios 5:4-10)