El amor al prójimo es la clave para vencer la tentación.

“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?
Y este mandamiento tenemos de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano.”
— 1 Juan 4:20-21
La Biblia no nos deja lugar a dudas: no se puede amar verdaderamente a Dios si no se ama al prójimo. Y ese amor no es una emoción, ni una frase de labios. Es un amor que se entrega, que se niega a sí mismo, que soporta, que intercede, que vence.
Un amor que, de acuerdo a lo que nos enseñó Jesús, se convierte en escudo frente a la tentación. El campeón de la batalla contra la tentación es Él. No solamente venció las tentaciones del desierto, donde Satanás lo confrontó cara a cara, sino que también venció una prueba aún más profunda: la de su arresto en Getsemaní.
Allí, solo y con el alma angustiada hasta la muerte, Jesús oraba con tal intensidad que su sudor se volvió sangre. Luego llegaron a arrestarlo, y aunque tenía delante la opción de pedir ayuda divina —pues Él mismo dijo: “¿No piensas que puedo rogar al Padre, y que Él me enviaría más de doce legiones de ángeles?” (Mateo 26:53)— eligió no salvarse. Eligió entregarse. Eligió morir. Eligió amar.
Lo sostuvo el amor al Padre para que se hiciera Su Voluntad conforme a lo que había orado, sí. Pero también el amor al su prójimo. El amor por mí, el amor por ti.
Cuando dijo: “Padre, si es posible, pase de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42), estaba doblegando su carne, no por obligación, sino por amor. Por eso Hebreos declara que tenemos un sumo sacerdote que se compadece de nosotros, porque Él mismo fue tentado en todo, pero sin pecado (Hebreos 4:15).
Jesús no cayó en la tentación de llamar a los ángeles para que pelearan por Él apelando a su condición Divina porque su amor fue más fuerte que su deseo. Y esa es nuestra emnseñanza. Si amamos, verdaderamente amamos, no caeremos en las tentaciones que nuestra carne, el mundo o el enemigo nos presenten. El amor pone un freno al egoísmo, a la búsqueda del placer, al deseo de justificarse. El amor nos obliga a vivir con otros en mente.
Y allí entendí algo que transformó mi caminar. Hubo una etapa en mi vida donde conocí el fango. No hablo desde una teoría. Yo sé lo que es tener una adicción, sentir que no hay escapatoria. Pero también sé lo que es ser liberado por la presencia de Dios. No fue instantáneo, no fue sin dolor, pero fue real. El Señor me tomó y me sigue tomando cada día. Y un día me mostró que esa libertad no era solo para mí. Me envió a hablarles a otros que están como yo estuve. Y entendí que si yo volviera atrás, no solo me destruiría a mí, sino que mi caída podría cerrar el corazón de muchos a quienes Él me llamó a servir.
Ese pensamiento, esa carga de amor, se volvió un muro contra la tentación. No por miedo a fallar, sino por amor al propósito de Dios en otros.
Tomemos por ejemplo a Pedro. Pedro también cayó. Negó a Jesús. Lloró. Pero antes de que todo sucediera, Jesús le dijo: “Simón, Simón, Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:31-32).
Jesús no oró para que Pedro no pecara. Oró para que su fe no muriera. Y eso lo cambió todo. Pedro volvió, y fortaleció a los demás. Y en sus cartas posteriores, escribe con la autoridad de alguien que vivió el dolor de la caída y el poder de la restauración. Por eso dice: “Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8). Él lo sabía. Lo había vivido.
Hay algo más que aprendemos de Jesús y su oración por Pedro, una oración de intercesión. Interceder es amar. Pero la oración que tiene poder es la del justo. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16). Así que para que nuestras oraciones por otros tengan peso en el cielo, nuestras vidas deben estar en orden en la tierra.
Si queremos que nuestras palabras edifiquen, que nuestras oraciones lleguen, debemos vivir en santidad. No por religión, sino por amor. Porque nuestra vida puede ser el puente que otro necesita para llegar a Cristo. O puede ser el tropiezo que lo aleje.
Yo quiero ser ese puente. Si conoces a Dios y a Jesucristo a quien envió, tú quieres ser ese puente. La próxima vez que te encuentres al borde del precipicio a punto de caer, piensa en el amor que tienes por tu prójimo. Ama, y vencerás. Ora, y edificarás. Vive en rectitud, y tu vida glorificará a Dios.
“Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.”
— Efesios 5:2
“Porque el amor cubrirá multitud de pecados.”
— 1 Pedro 4:8